Septiembre en una plaza

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La plaza mayor de Segovia es una de esas obras maestras que no llaman a la atención y en las que uno tiende a no fijarse, porque son el resultado de decisiones diversas tomadas a lo largo de siglos, sin un propósito fijo, casi a golpes de azar. No tiene la regularidad algo cuartelaria de la plaza mayor de Madrid, ni la magnificencia de la de Salamanca. Es una plaza mayor hecha de piezas muy diversas, de geometría imprecisa, con elementos singulares que no destacarían mucho por sí mismos pero que en conjunto adquieren una armonía chocante:  el edificio del ayuntamiento, con su granito herreriano, los soportales, los toldos de los cafés, el teatro Juan Bravo, que es de 1917, el kiosco de la música, rodeado de unas acacias viejas que han sufrido podas rigurosas, de modo que sus copas no se corresponden con el grosor de los troncos. Es una plaza en prosa, como de demorada novela española de finales del XIX, con una grata monotonía de balcones y tejados, sobre los cuales se levantan la torre y las cresterías de la catedral. Su belleza, su eficacia como lugar ciudadano, es que no la ha ordenado ningún planificador; que se ha ido haciendo a trechos, por añadiduras, sin grandes gestos de reforma, sin abandonos irreparables, rozada por el uso, como los adoquines, idéntica a sí mismas a pesar de los cambios, como una idea o un arquetipo de la plaza, el espacio abierto inmemorial donde la gente se ha encontrado desde que existen las ciudades. Me recuerda a mi Plaza Vieja de Úbeda, antes de que atroces alcaldes y concejales de urbanismo la asolaran, abriendo en ella la boca enorme de un aparcamiento, talando sus árboles.

Son plazas para observar a la gente: para inventar historias que suceden en ellas, o que alguien observa desde un balcón, desde detrás de la cristalera de un café. O desde esta terraza en la que nos hemos sentado a mediodía, donde da el sol a veces y a veces no, y cuando da el sol es agradable y pica y cuando se va alivia y en seguida da fresco: Justo, Ana, Ricardo, Rosario, a ratos Aurelio, periodista de la ciudad. Charlamos en torno a unas cervezas y unas tapas; Ana se toma un café con leche, porque es friolera y la tenía aterida este fresco de septiembre. Ricardo, el fotógrafo Ricardo Martín, toma fotos de vez en cuando, con una cámara analógica de la que no quiere desprenderse. Nos dice que le gusta el chasquido del disparador. Ricardo tiene una exposición en la ciudad, con motivo del Hay Festival, que se titula Sostener la mirada. Son fotos de la Alpujarra de Granada que tomó hacia finales de los años ochenta: retratos sobre todo, pero también algunos paisajes, un barranco medio anegado por la niebla, una carretera al atardecer, colinas con siluetas de grandes árboles desnudos.

Las fotos se publicaron en 1993 en un libro para el que yo escribí una introducción. A finales del 92 Elvira y yo habíamos viajado con Ricardo a la Alpujarra, viendo los mismos lugares de las fotografías, conociendo a algunos de los personajes retratados, entre ellos su inolvidable tía Eloísa, una señora jovial y casi nonagenaria que nos hizo un arroz delicioso y que tenía en el comedor diminuto de su casa de Almejíjar un enorme Sagrado Corazón rescatado de la iglesia local. Hacer aquellas fotos debió de ser para Ricardo el equivalente a una memoria personal: ahora, tantos años después, a esas imágenes en blanco y negro se ha ido agregando el paso del tiempo, porque la fotografía es el arte melancólico de lo que no tarda nada en volverse pasado lejano, de las presencias que se vuelven ausencias y regresos de muertos. En su tamaño adecuado, enmarcadas, con la riqueza de pormenores y matices del papel fotográfico, las imágenes cobran una fuerza que no tenían en el libro. Se ven en ellas los trabajos y los días de la gente del campo, la solemnidad de los oficios, como en las galerías de retratos alemanes de August Sanders. Las gradaciones de los grises tienen una sugerencia táctil.

Está bien conocernos desde hace tanto tiempo. En la plaza, al solecillo de septiembre, nos dejamos llevar con cierta indulgencia por la nostalgia hacia otras épocas de los periódicos, que quizás no fueron tan brillantes como las recordamos, pero que resaltan inevitablemente por comparación con el espectáculo de ahora. Como Justo, Aurelio, Ricardo y yo somos más o menos de la misma edad, les digo que parece que estamos en uno de esos westerns crepusculares de Sam Peckinpah -pistoleros anacrónicos en la nueva edad de los automóviles y las ametralladoras.

Rosario, que es trabajadora social, nos cuenta historias tremendas con las que se encuentra cada día: la parte de la realidad que no ve nadie, nos dice, pero en la que ella vive sumergida durante ocho horas diarias, lo que nadie imagina, la miseria extrema, la enfermedad mental, la espantosa vejez de quien no tiene nada ni a nadie, la inmundicia de viviendas oscuras en las que no hay ni luz eléctrica, la plaga de la heroína, que según ella es la droga de los pobres. Rosario dice que preferiría estar hablando de literatura; yo le aseguro, aunque creo que no la convenzo, que  si la literatura consiste en mostrar lo que de otro modo no se sabría o no se podría o querría ver, lo que ella está contando es un ejercicio de literatura.